INSTALACIONES
Ir a Pág.: 1
Fotos: José Risso
Que sepa coser, que sepa bordar
Reflexiones sobre mi obra
Durante la pandemia, como dentro de un ritual lúdico, estuve seleccionando fotos,
documentos y objetos de mi infancia.
Comencé haciendo un pequeño archivo familiar, recordando mi pasado. Surgieron ausencias y
presencias que marcaron mi vida y le dieron sentido. Aquellos tímidos dibujos bordados con
los que comencé a cristalizar este proyecto se fueron convirtiendo en fuertes y desafiantes
collages, y luego en grandes telas que expresaban mi sentir.
De la narrativa autorreferencial que relataba anécdotas vividas, fui migrando hacia temas
vinculados a la desigualdad de género y al papel de la mujer como trasmisora de enseñanzas y
valores en una sociedad patriarcal.
Durante mi generación (la de los 50) se naturalizaba la violencia de género, había una marcada
desigualdad, pocas mujeres estudiaban o terminaban sus estudios, muchísimas luego de
casarse dejaban de trabajar o de estudiar para dedicarse pura y exclusivamente a su hogar. Había que casarse joven, ser ama de casa y ser madre. La sociedad discriminaba a quienes no cumplían con esos mandatos.
Los hombres que participaban en las tareas domésticas o en la educación de los hijos eran
pocos. Ellos eran los proveedores y se enorgullecían de serlo.
El rol madre- esposa producía dependencia y cautiverio. La mujer estaba permanentemente
buscando la aceptación en el otro y no en ella misma como individuo.
La discriminación, la violencia y el autoritarismo eran moneda corriente y no se denunciaban.
Se nos denominaba “sexo débil” y no lo cuestionábamos, era lo aceptado en la época.
Actualmente, si bien tenemos igualdad normativa, existen jerarquías, donde la mujer queda en
posición de subordinación y subsisten múltiples brechas. En algunos países, vinculadas a falta
de derechos civiles, prohibición de estudiar, obligación de casarse de niñas, ser vírgenes al
momento de casarse, mutilaciones genitales y castigos verbales y físicos.
Tampoco existe igualdad alguna a la hora de recibir salarios y de ocupar cargos que solo les
son otorgados a los varones. Queda mucho por resolver.
En mi obra hablo fundamentalmente de las diferencias creadas por el patriarcado, y también
de la repetición de conductas y valores que realizamos las mujeres a través de la educación
que recibimos y trasmitimos. Las madres, abuelas, maestras y niñeras somos aún – a veces
inconscientemente - reproductoras de legados culturales que llegan desde los primeros años de
vida a los niños, momento en el que se genera la identidad y personalidad de los mismos.
Isabel Allende dice “el machismo tiene origen en las madres que crían a sus hijos para ser
servidos y a las hijas para servirlos”.
Esa actitud replicadora de las mujeres es tratada con fuerza y aparece en mis trabajos como
una sombra negra que invade mis telas y se convierte en atuendos, capas, chaquetas, gorros,
hábitos o en burkas.
Pero que también aparece mutando en guantes o en bolsas de boxeo.
Tomo como símbolo el boxeo, porque en los años 50 era admirado por los hombres de mi
generación.
De ahí que surgió la idea de crear bolsas de boxeo, guantes, y dibujos vinculados con ese
deporte.
Al investigar este tema, me cuestiono como mujer varias cosas, entre ellas:
Que cambio deberíamos realizar las mujeres en el rol de educadoras y trasmisoras para no
reproducir modelos de antaño que nos hacen daño y nos subordinan.
Cómo deberíamos actuar para no continuar con el modelo patriarcal que nos fue impuesto.
Cómo podemos educar para trasmitir valores de equidad y justicia que nos acerquen a terminar
con la gran sombra negra que nos acosa, manipula, condiciona e impide funcionar como
deberíamos.
Siento que por todo lo expresado, esta invitación a exponer en el Museo Colección García
Uriburu, además de ser un hito importante para mí, va a ser una nueva oportunidad de
establecer puentes, redes y diálogos que nos permitan seguir reflexionando sobre los temas
planteados.
Nora Kimelman
De floraciones y metamorfosis
Los quince pilares en series de cinco que ha organizado Nora Kimelman, nacen de grandes, viejas piezas de madera que trasiegan una historia previa. Es casi imposible descifrar, de forma precisa, la función desarrollada durante esa historia. De todos modos, no importa demasiado. Lo esencial es que esa vida original, las ha desgastado, ha recubierto sus cuerpos de huellas y cicatrices. El tiempo las ha curtido, les ha generado una nueva circunstancia fisonómica. En ciertas partes de su vigorosa conformación física, ha hecho que su dureza natural se torne casi pétrea. En otras, ha provocado una desvalida fragilidad. Partes de la carnadura vegetal se ha desgranado, se ha perdido en un lento proceso para redondear los surcos superiores o erizarlos de pequeñas estalagmitas. Lo profundamente esencial es que la artista logre llevar esa historia de digna decrepitud, esa insinuación de muerte inexorable, a una instauración inimaginable. Llevarla a una singular germinación vital que acarrea una extraña metamorfosis.
Se impone una precisión previa extremadamente personal y, por lo tanto, opinable.
Esos pilares pueden, si el contemplador así lo decide, ser concebidos como quince obras diferentes, como quince ejecutantes que en una progresiva polifonía van afinando un relato común. Para quien escribe, un contemplador más, una visión más, el conjunto constituye una única e indivisible obra. Porque cada forma prismática va definiendo un itinerario que es, al mismo tiempo, travesía conceptual. Desde lo mínimo, desde el ensamblaje de algunos trozos de gasa, algunas formas en tela, quizás semillas, quizás seres embrionarios, y alguna cuerda, todo comienza a crecer de manera imparable. Los elementos que parecen brotar de la seca y añosa madera se multiplican. Como si se quisiese preservar ese proceso, una especie de encajaría, insólitos ropajes y encordados de macramé, lo van acompañando, determinando su evolución, su perseverancia hacia la eclosión final. Con cautela, casi con pudor va apareciendo el color, esas semillas-gusanos de un color crudo, se van tiñendo en colores muy vivos, presagiando la inminente mutación. Por fin las alas, si es que son alas, aparecen, conquistan el espacio. O sino, las flores rompen la prisión del capullo, se liberan y ondulan sus grandes e irregulares pétalos. Como el lector ha comprobado este breve texto de apoyo no define una clara opción interpretativa. Deja librado a la imaginación de quien ha mirado decidir si se trata de una germinación vegetal o un cambio de estado animal.
De cualquier manera, floración o metamorfosis, los indicios de cambio son evidentes. La revitalización de esas maderas resecas, su vitalidad petrificada, se rinde ante la fuerza alumbradora que sobre ellas se establece. Aun en su pasividad, en su pesado silencio, contra entrañados cansancios, muestran una clara complicidad con el pautado pero irrefrenable trámite que sobre ellas se despliega. Reajustan su personalidad, posiblemente incluso su rasgo físico, un transito de lo horizontal a lo vertical, para que, mansamente, las semillas-gusanos aprovechen grietas, las telas resguarden cicatrizadas y heridas, finalmente, las alas-pétalos desplieguen su casi contradictoria exhuberancia.
El hallazgo inicial es la primera condición destacable. Encontrar esas piezas, rescatarlas de un resignado abandono, detener sobre ellas la mirada creadora, la mirada que anticipa posibilidades, que boceta tentativamente en la conjugación de sensibilidad e intelecto. Pero la condición más estimable tiene que ver con la capacidad para que los materiales elegidos se fusionen sin establecer inconsecuencias en la narrativa visual. Elegir una madera dura añosa, de vigoroso peso visual, en algunos casos acentuado por el encasquetado en prismas metálicos, y hacerla confluir con la levedad de las telas, con el discretamente barroco entramado del macramé, es todo un desafío. Un desafío del cual, Nora Kimelman, sale claramente airosa. La madera es austeridad, gravedad, lentitud, ancianidad. Lo que de ella nace y crece, es desenfado, ligereza, ritmos y vibraciones, alumbramientos. Pero esos dos guiones expresivos no divergen, no generan contradicciones, parecen pertenecerse con una habitualidad prodigiosa. Para conformar ese conjunto de pilares, ese bosque engendrado en la magia. La madera es austeridad, gravedad, lentitud, ancianidad. Lo que de ella nace y crece, es desenfado, ligereza, ritmos y vibraciones, alumbramientos. Pero esos dos guiones expresivos no divergen, no generan contradicciones, parecen pertenecerse con una habitualidad prodigiosa. Para conformar ese conjunto de pilares, ese bosque engendrado en la magia. Prismas donde los elementos pertenecientes a la realidad terminan provocando una escenografía elaborada con las cartografías de lo maravilloso. Todo eso y la libertad de imaginar cualquier otro ingreso interpretativo. Se trata de abrir coreografías para que los sentidos, la suave emergencia analítica, se muevan y recorran los elementos de esa danza quieta, de alguna manera expectante, languidecen en sus suavísimos, apenas susurrados anhelos, en su inaugural emergencia vital.
Ese grupo, ese coro de reminiscencias trágicas aunque sin tragedia, esa única puesta en escena, constituye una nueva muestra de la consolidación creadora en el proceso de Nora Kimelman. De alguna manera, también, un punto de inflexión determinante. En una de sus últimas muestras, ese constante, tesonero crecimiento, afincaba en los estrictos territorios de la escultura entendida como ensamblaje. Esta nueva muestra desdibuja fronteras, de una forma casi traviesa juega desbordándolos. Todo el conjunto sigue siendo una colección de esculturas-ensamblajes. Pero además, el punto de partida es una serie de objetos encontrados. Si bien esos objetos encontrados no sufren una traslación duchampiana sino que se rinden al conceptual ornamento que en ellos va prosperando, siguen manteniendo su personalidad original, es decir, siguen siendo objetos encontrados. Pero también por la presencia de telas y tejidos constituyen una vertiente del arte textil. Y ese marcado rasgo grupal, esa capacidad de transformar un espacio determinado, la posibilidad de que el espectador circule entre sus pasadizos ortogonales, lo acerca a los presupuestos de una mesurada instalación. El arte del siglo XX, los escasos años del nuevo siglo, han dejado y siguen dejando una sentencia fecunda: las semánticas disciplinarias compartimentadas ya carecen de sentido. El entusiasmo creador las rebasa, busca las intersecciones y las fusiones. El planteo de Nora Kimelman acompaña el interés por fundar nuevos encuadres, móviles, rigurosamente arbitrarios, gozosamente abiertos. El hacer artístico adquiere así una nueva dimensión de libertad, una renovada instauración vital.
Alfredo Torres - 2005.